25 abril, 2024

La cruel historia de John Wayne Gacy

Por las mañanas solía acudir al edificio de PDM (Pintura, Decoración y Mantenimiento), la empresa que había fundado en 1971 y que le reportaba dividendos cada vez más favorables. Una vez allí, no se limitaba a quedarse en su despacho: recorría los pasillos, se asomaba a la oficina del contador, hablaba con los obreros y operarios que iban o volvían de algún encargo, se dirigía a la sala de materiales y comprobaba el estado de conservación de cada uno. Almorzaba después en un restaurante cercano, donde lo conocían por su nombre y le reservaban una mesa.

Era una persona simpática, extrovertida, muy sociable. Las tardes las dedicaba a sus compromisos políticos. Era el coordinador de la sede del partido Demócrata de Chicago, y aunque no estaban en campaña siempre había algo que organizar, desde cenas benéficas a inauguraciones. Hay, incluso, una foto suya con Rosalynn, esposa de Jimmy Carter (presidente de EE.UU. entre 1977 y 1981), en el día del desfile del orgullo polaco.

Algunas tardes, Gacy cumplía un encargo especial: se disfrazaba de payaso, con un traje que él mismo había diseñado, maquillándose por casi una hora frente al espejo, para presentarse en fiestas de cumpleaños infantiles o en la sala infantil de un hospital de Chicago. Se hacía llamar Pogo. (“Cuando me disfrazaba de payaso regresaba a mi infancia”, declaró en 1992). Por las noches, en general, solía quedarse en su casa, prepararse la cena, ver una película en la televisión antes de dormir.

Algunas noches, sin embargo, se subía a su auto (un Oldsmobile negro, impecable), tomaba las salidas de Chicago, sobre todo las de la zona sur, se acercaba a los jóvenes solitarios que hacían dedo y entablaba con ellos una conversación. Les preguntaba cómo se llamaban, dónde iban, si querían que los acercara a alguna parte.

Los chicos veían a ese señor de cara rechoncha y sonrosada, en su auto último modelo, con sus modales refinados, y confiaban. Se subían. Gacy se tiraba sobre ellos y los dormía con una buena dosis de cloroformo empapada en un pañuelo.

Volvía a su casa (vivía en un coqueto suburbio de Chicago) con el joven desvanecido en el asiento de acompañante, entraba el auto al garaje, sacaba el cuerpo y lo llevaba en brazos hasta el interior de su cuarto.

Allí tenía su santuario: todos objetos que habían pertenecido a sus víctimas anteriores, prolijamente dispuestos en la cómoda. Los esposaba a los gruesos barrotes de su cama. Les anudaba la boca con un trapo, que era siempre el mismo (parte de sus objetos mágicos) y tenía impregnada la saliva con el gusto a horror de todos los chicos anteriores.

Después los despertaba. Los torturaba. Los violaba. Por último los asesinaba pasándoles un cinturón por el cuello y haciendo presión con un palo, o metiéndoles la hoja de un cuchillo de cocina en el pecho, tantas veces como fuera necesario. Lo hacía respirando con agitación, enfermo de placer.

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