Impostores

Alfonso Villalva Colaboraciones Cultura

Siempre que vengo a verte, tropiezo con la misma raíz aparente del flamboyán que rompe el pavimento, grosera y amenazadora. No sé por qué, pero no he logrado retener la ubicación precisa de las cosas que tienes a tu alrededor, a pesar de tantas visitas. En particular la del flamboyán, que tan evidente sombra proyecta sobre tu domicilio actual.

No tengo la costumbre de festejar las navidades contigo, ni tampoco el rito formal de la visita anualizada que obedece a cambios en el calendario, ni a estas fiestas consumistas que se han montado los pregoneros de la modernidad. Ni contigo en junio, ni con mamá en mayo, ni con nadie en abril, ni febrero… Lo sabes bien, vengo cuando te necesito, la neta, cuando es verdaderamente preciso buscar una tercera opinión, o simplemente desguanzar la lengua para dejar fluir la carga que viene desde dentro de las entrañas, desde el fondo del corazón, desde el ojo del huracán de las preguntas sin respuesta. Vengo cuando te recuerdo y tu presencia se convierte en un dejo de holograma que rehúsa desaparecer del ceño de mi frente.

Sería bueno que estuvieras por aquí otra vez, y que vieras por ti mismo en lo que nos hemos convertido, sí, porque nos hemos transformado, verás, y hemos mudado nuestras antiguas maneras por adaptaciones a las circunstancias que decide el destino, que deciden las portadas del Hola y el Quién, que señalan los “trending topics” y que no son más que lo mismo, igual.

Esos proverbiales cambios de trescientos sesenta grados, tan inútiles, pero tan populares en los compañeros de generación. Así como las elecciones, vaya, el nuevo PRI, la lucha por los pobres de los que se disfrazan de izquierda, y la soez mojigatería de las derechas de siempre. Todo cambia para llegar a lo mismo, acaso con glorioso technicolor, con formas digitales, pero igual. Cediendo el fondo por las apariencias, como acostumbrabas advertir tu desde la cabecera de esas mesas de almuerzo dominical, cuando reñías a las muchachas -mis hermanas-, a papá, a tu hija, que oficia de mi madre también, a Mercedes con su hijo bastardo –como se empeño en calificarlo el padre de mi padre -.

El orígen fue de todos, la causa, la culpa y el reconocimiento. Todos alimentamos ese ambiente familiar que promovia la descalificacion con ideas autoritarias, epítetos incomodos, ignorancia radical y una muy mala concepción del respeto, por más que a todos nos hacias callar al iniciar el almuerzo mientras pronunciabas las palabras mágicas que santiguaban los alimentos y limpiaban artificalmente nuestras conciencias intranquilas. Un camino furioso a la impostura…

Ya lo vez. Pasaron los años y las muchachas se fueron de casa. No volverán. Tomaron un rumbo distinto cuyo viraje escapo a mi acostumbrada perspicacia. No sé donde estuvo el error. Ellas ya no ríen con los chascarrillos institucionales de mamá, se han vuelto sofisticadas, poseedoras de mundo. Han migrado ya, a otros intereses, a preocupaciones de moda. Han asumido su porvenir aplicando toda su audacia, sufriendo la vigencia de sus limitaciones, entregando su corazón a los sueños que esperan ver cumplidos en la encarnación de su versión de principe azul, aunque de antemano sepan que es también un impostor y su corcel es una mula de carga.

Papá decidió vaciar el bagaje de su vida y cambiarnos a todos por un par de senos repletos de silicón. Intenta vivir aquello que no fue cuando tenía veintipocos. Según entiendo, se dejó crecer la melena y circula de tren en tren por las vías de una Europa que nunca conoció con mamá. Él nunca aceptó lo del hijo de Mercedes, y prefirió darle la vuelta engendrando uno nuevo él mismo con su asistente personal de reciente adquisición.

El chiquito –el de Mercedes- anda por la vida aún sin la conciencia de que fue rechazado y descalificado por su abuelo paterno –aún no sabe el significado de la palabra bastardo, que algun día le alcanzará y generará demonios en su cabeza y corazón-. El corre por los pasillos de casa cuando arriba con su madre esos fines de semana largos que pasan con nosotros, que son particularmente largos cuando el niño no deja de correr, ni de gritar en el cuarto contiguo a mi estudio, en dónde inútilmente intento recuperar la concentración para seguir persiguiendo el sueño de trascender con mi arte en manifestaciones plásticas y muy revolucionarias.

A mi, me dejó Julia. Se exasperó de mis palabras cultas y mis disquisiciones sobre la verdad, la justicia y la igualdad. Rompió de una sola y violenta vez con el mundo perdido de los trazos, los óleos y los acrílicos, y decidió vivir la aventura a su propio aire. Se fue a vivir a San Francisco; se fue con la esperanza de vivir la pasión con un banquero americano, un millonario inglés.

Mamá sigue como siempre, ocupada en el ir y venir de la operación doméstica de nuestra morada, preparando comidas, cenas y huevos con chorizo. Sin lograr jamás la tan esperada pérdida súbita de peso, para usar una vez más los vestidos que le comprabas en tus viajes a Nueva York. Ella sigue igual, sin recibir aún de nadie un ajuste de cuentas que la pueda resarcir de todo lo que ha perdido en su vida personal, por estar siempre pendiente de todo lo de los demás, por zurcir un pantalón en la madrugada, por hacer milagros inverosímiles con el gasto que dejó papá; por haber cancelado sus sueños propios para servir de peón de vidas ajenas.

Ella sigue igual, y de seguir así las cosas, pronto te alcanzará aquí, en tu domicilio permanente, y la vendré a visitar de vez en vez, previo tropiezo con el flamboyán, y quizá allí, le diré a tu hija todas las cosas por las que yo hubiese luchado pero jamás me atreví, aquellas cosas que siempre le he admirado a ella, pero que mi impericia, falta de talento y desapego a esas fechas cursis y mercadeables de mayo y junio, impidieron comunicarle durante toda la vida.