Pasaron 30 años en la ficción y 35 en la vida real. La ansiedad por ver la nueva entrega de Blade Runner se conjuga, para los fans, con el temor a la posible traición de lo que con los años se transformó en un clásico. La estética, la profundidad filosófica y las formas narrativas de la película de Ridley Scott marcaron un antes y un después en el cine de ciencia ficción.
Para la tranquilidad de todos, esos temores empiezan a diluirse desde las primeras escenas de Blade Runner 2049. Aquel mundo distópico, sombrío y al mismo tiempo fascinante permanece intacto y todo el avance tecnológico de estos 35 años está al servicio de recrear y ampliar hasta el límite sus climas y densidades. Denis Villeneuve logró que la secuela sea visualmente disfrutable y apabullante en cada escena.
En cuanto a la trama, es poco lo que se puede contar sin «spoilearla». Ryan Gosling, interpreta a un Blade Runner (cazador de replicantes) que, en medio de una misión, caerá en una crisis sobre sus orígenes. Esto lo impulsa a ir en busca del mítico Rick Deckard (Harrison Ford) para encontrar las respuestas. Y una vez más aparecen las coincidencias con su antecesora. El existencialismo como centro de la trama, de los humanos, pero sobre todo de los replicantes. ¿Qué diferencia a unos de otros? ¿qué nos hace verdaderamente humanos? La imperiosa necesidad de saber quiénes somos.
El «tempo» narrativo, los simbolismos, y tantos interrogantes que disfrutamos en la original, se suceden a lo largo de los extensos 160 minutos que dura la película. Y es acá, donde su mayor virtud se transforma, quizás, en pecado. Blade Runner 2049 se esfuerza demasiado por no traicionar sus orígenes. Lo logra, sí, pero a costa de un exceso de solemnidad. Por suerte, casi en la mitad de la película, llega Harrison Ford para aportarle un nuevo impulso y frescura a la historia. Se agradece y mucho.
Con todo, el balance es más que positivo y quienes estén ansiosos por reencontrarse con este universo la van a disfrutar y mucho.
