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Colaboraciones Cultura

Aún no es medio día y el calor aprieta a los transeúntes, quienes caminan en ambos sentidos buscando, husmeando, asombrados por los mil y un objetos ofertados en las reducidas calles de la ciudad blanca de Tel Aviv. Rosario se sujeta la falda, bajo ataque del implacable viento de agosto. Entreabre los grandes ojos buscando un par de astas de ciervo (suerte de humor negro involuntario), el obsequio para Israel Maya, su chofer. Mira de un lado a otro, de abajo hacia arriba, hasta distraer la mirada sobre una bella lámpara de pedestal, larga y sobria, que adivina se verá bien en la habitación.

En compañía de Israel, vuelve a casa con los cuernos de ciervo, la lámpara de piso y una sonrisa de oreja a oreja. En una semana viajará a la ciudad de México para encontrarse con Gabriel, su hijo. La temperatura rebasa los cuarenta y cinco grados, demasiado para una mujer comiteca.

En casa se sumerge en la tina de baño, y mientras vierte esencias relajantes, analiza algunos puntos de la ponencia que ofrecerá en la residencia oficial de Los Pinos, como representante de más de tres mil mujeres latinoamericanas, ante el presidente Luis Echeverría. Después de varios minutos sale del baño, descalza. Camina sobre el fresco mármol hasta la bella lámpara recién adquirida. La conecta y, acto seguido, se sujeta del pedestal para incorporarse, recibiendo la descarga de doscientos veinte voltios. La convulsión es grotesca, en su memoria corren escenas del rancho en Comitán, de monjas, maltratos, triunfos literarios y derrotas amorosas; Ricardo y su mezquindad; Gabriel y su indiferencia… el mar y sus pescaditos. El eterno femenino cayendo sobre el fresco mármol, boca arriba, ahogada por su propia lengua, a más de doce mil kilómetros de distancia del más grande amor: el primero.