En la fotografía conserva para siempre el mismo rostro. Las fotografías son injustas, terriblemente limitadas, esclavas de un instante perpetuamente quieto. Una fotografía es como una estatua: copia del engaño, consuelo del tiempo…
Jaime Sabines
¿Cuántas veces jugando a las sombras nos encontramos con nuestro ego hecho silueta? De alguna manera el retrato surge del deseo de perpetuación, y en su concepto más primitivo es el resultado de trazar un contorno sobre un muro que delimite los rasgos distintivos de un individuo. La existencia del hombre conlleva un culto a la personalidad, desde el retrato figurativo en las artes plásticas hasta el empleo desmedido de la selfie tan popular en la era de las redes sociales.
Haciendo un breve recorrido por la historia del retrato, las primeras referencias se asocian al científico y naturalista Plinio, quien a través de un mito explica su origen, en el cual la hija de un alfarero de Corinto trazó el perfil de su enamorado en la pared. ¡Ay el amor!, pretexto usual y casual que imita mediante el retrato la realidad o la idea de ésta, pero que en su acepción más perversa sustituye presencias, lo que queda de lo que ya no es.
«La pintura es poesía muda y la poesía es pintura ciega” y el fetiche se guarda en la cartera. En el renacimiento este generó pictórico surge de forma independiente. Una de las primeras y más reconocidas obras es el autorretrato de Alberto Durero, que en la parte inferior muestra una inscripción: «1498. Lo pinté a mi propia imagen. Tengo 26 años».
Apresurando la historia -y antes de que se nos acabe la pila- hablemos de Van Gogh, pionero de la introspección pictórica con una colección de más de treinta autorretratos, quien a falta de solvencia económica para pagar modelos, se hizo de un espejo que encarnaría la incomprensión, la tortura, la ira, y la fascinante fuerza expresiva de su ser.
“Pido con insistencia que comience a estudiar el retrato, haga tantos retratos como pueda. Tenemos que convencer al público del futuro por medio del retrato. En mi opinión, es la cosa del futuro”.
Del óleo a la plata con gelatina, en el siglo XVIII los géneros pictóricos entran en crisis con la fotografía, un medio de reproducción de imágenes bastante “sui generis”, que en un principio se mantenía propio de las clases elitistas. Técnicamente se reducía a una placa de cobre, emulsionada con cloruro de plata, que si bien no permitía definir las cualidades del trazo de una cara lograba proyectar el perfil, su principio fundamental era copiar las reglas del retrato pintado, construir el fondo, reproducir copias en papel; sin embargo, hubo artistas detractores como Baudelaire. quien afirmaba que “la cámara era el recurso de los pintores fracasados”.
En el siglo XX la fotografía adquiere sentido particular. El medio se vuelve mensaje dando como resultado el Pictorialismo, primer gran movimiento con propósitos artísticos que jugaba con la teatralidad (puesta en escena) y el sujeto (retratado). Los fotógrafos reproducen a pintores, y los pintores reproducen fotografías.
Alcanzados por la era digital, contorsionando los gestos, idealizando las sonrisas, hashtageando los títulos… retratamos lugares, momentos, actitudes, sentimientos, que van desde lo vergonzoso a lo reflexivo, tirajes desechables que solo pueden trascender en medida de la aceptación pública. El narcisismo social y publicitario delimitan los estándares y el sujeto vuelve exponencial su autoimagen y autoestima. Sin embargo, aunque el #hashtagseamuylargo o #corto, la capacidad para contar una historia mediante este recurso nos vuelve parte del lienzo tecnológico para la posterioridad.