Con la Chivis

Alfonso Villalva Colaboraciones Cultura

Entiendo que estés irritado. Lo sé. Las cosas no marchan en la forma en que debieran. Entiendo tus arranques de cólera al volante de tu auto compacto que te lleva y te trae de casa a la universidad y de vuelta. Apenas cursas el primer semestre de una carrera en el área de bioquímica, pagando colegiaturas cuyos montos rasgan la estratosfera, haciendo sacrificios para cubrir gasolina, libros de texto, salidas con la Chivis –o como diablos se llame tu novia formal-, y uno que otro reventón, como corresponde a un universitario de verdad, de pata negra, pues.

Entiendo que te encabrites y que no puedas hilar dos horas seguidas de buen humor, sin tener que mentar madres, sin perder el sabor amargo que genera la angustia en tu paladar, sin tener que cavilar efusivamente sobre las circunstancias que te rodean, sobre un futuro poco prometedor.

Comprendo tus cambios de ritmo cuando la adrenalina de la irritación desaparece y, lánguido, intentas imitar la resignación de tu padre, de tu abuelo, y de todos los demás miembros productivos de tu familia, para adaptarte a una patria que derrocha corazón, que cuestiona la virilidad del árbitro en un encuentro clásico de fútbol, que intercambia sudores y sustancias diversas en los vagones del metro y que cree, como nadie, en la solidaridad ante la tragedia, ante el fracaso, en la higiene de los tacos de suadero y en las mandas a la Virgen de Guadalupe.

Una patria así, vibrante, pero que sigue siendo rehén de esa clase, esa raza de gavilleros, cachorros todos de la revolución que en cismas caprichosos y en arrebatos de poder, se visten de colores diversos para administrar los presupuestos de los partidos, para acariciar el erario público, para decirse opción y solución y, muy huérfanos de madre y de padre, se dedican a empinar al país con su incompetencia, sus ambiciones, su estulticia monumental y su esquizofrenia ególatra.

Pero tú bien sabes que el momento llega, a veces los jueves, otras los viernes. Llega con el vodka acompañado del cramberry juice, o el de durazno, o inclusive con una de esas bebidas azules y energéticas que te amenazan con arritmia, pero que encienden todos tus sentidos de manera especial. Y llega el momento, después de la segunda o tercera. Precisamente cuando das el quinto abrazo a tus camaradas, tus colegas, tus compañeros de trinchera. Y sientes en el muslo derecho la mano de ella –la Chivis, o como diablos se llame tu novia formal-; su mano, decía, que te estruja, te rasga con sus uñas de manicure francés, te acaricia; su mano que inicia con su palma esa serie de pequeños cortos circuitos que, inexplicablemente, recorren tu cuerpo y te dan esa sensación de satisfacción, esa forma de sentirte simpático, guapo, quizá.

Y juntas los jirones de la patria que horas antes se desmoronaba en el tráfico de la ciudad, y perdonas abusos, incompetencias y cinismos varios, y olvidas las décadas de retraso, la falta de oportunidad laboral, el poder adquisitivo débil, la actuación internacional vergonzante. Lo olvidas todo y bordas sobre los jirones un águila dorada que gallarda devora a la serpiente, y recuerdas con un nudo en la garganta la heroicidad de tu padre que, sin
chistar, sigue trabajando sus nueve horas diarias; la generosidad de tu madre que nunca abandonó la preocupación del desayuno nutritivo a pesar de encontrar un cielo muy nublado en su territorio, la nobleza de tus amigos que siempre estuvieron allí, que nunca dejaron un hombre atrás.

Y recuerdas la cáscara callejera de tus años en la primaria, y al Profesor Chávez de sexto año, y las piernas de la maestra de inglés de segundo de secundaria que representó tu primer amor imposible, y los besos de la miss de sociología que en la preparatoria te permitieron incrementar sustancialmente tu rendimiento escolar y, sobre todo, tu promedio requerido para conservar la beca.

Y te acuerdas de Manuel, tu eterno amigo de la secundaria que se fue a Europa detrás de un sueño, y de Lupe que, con las limitaciones pecuniarias de tu familia, lograba hacer un mole poblano de rechupete. Y piensas en Revueltas, y en Paz, y en Gutiérrez Nájera, y en Cabrera, en Crescencio Rejón; recuerdas con emoción la ocasión en que la Selección Nacional estuvo a punto de jugar el quinto partido; al Toro Valenzuela y a Oribe Peralta. Y sueñas con el Mariachi en una borrachera bohemia y descomunal, y en todas las restricciones que no aplican en México como en Estados Unidos, en China o Rusia, gracias a que somos un pueblo de paz, a que no hacemos una industria de la actividad de joder al vecino, a los demás.

Pides otro brebaje al cantinero o al mesero que en el antro de tu preferencia, antes de que vinieras con la Chivis, te ayudaba al conecte, al ligue, a la transición entre una noche de copas con tus cuates y un idilio febril de amor en el asiento trasero de tu auto compacto.

Entiendo que te irrites, que te encabrites, verás. Pero también entiendo que tu corazón mantiene los tatuajes que diseña e imprime esta tierra que te vio nacer y que te servirá de domicilio final el día en que te mueras, después de haber generado las condiciones necesarias para que, los que vienen detrás de ti, permanezcan igual, con un puñado de razones que les haga olvidar la irritación, aunque sea los jueves por la noche, aunque sea con una novia sosa y formal como la Chivis, aunque sea con un vodka combinado con cualquier otra bebida poco convencional.