La inequidad social existe desde tiempos inmemoriales. A lo largo de la historia, uno de los principales retos de la ciencia económica ha sido reducir la desigualdad sin mermar el crecimiento económico, objetivos en apariencia contradictorios.
Pareciera que la inequidad es un costo inalienable y consustancial al éxito económico en las economías de mercado. Los capitales se siguen acumulando de manera geométrica en la punta de la pirámide y las percepciones de los directivos de las empresas crecen desproporcionadamente, mientras los salarios de la base apenas se ajustan en función de la inflación, ampliando permanentemente la irreductible brecha.
Incluso países que se desarrollaron bajo la égida comunista, como China, también padecen de este terrible mal, en parte por el pragmatismo capitalista de sus líderes durante las últimas décadas del siglo pasado, en parte por los altísimos niveles de corrupción y los abusos de la casta gobernante.
La asimetría existe entre países y dentro de ellos, y debemos tener mucho cuidado al interpretar las mediciones que se hacen al respecto. Brasil, por ejemplo, es mucho más desigual que la India. Alguien pudiese pensar que el modelo indio es más justo y eficiente, cuando sucede todo lo contrario: su sistema es tan deficiente que acumula la mayor cantidad de pobres del planeta, estimada en 300 millones.
Dentro de los países, la disparidad económica se calcula con base en los niveles de ingreso de sus habitantes. En los últimos años se ha presentado un curioso fenómeno, observado por algunos estudiosos del tema: los países angloparlantes, como Estados Unidos, Canadá y Reino Unido han incrementado considerablemente sus niveles de inequidad en relación con el resto de las economías desarrolladas.
La búsqueda de explicaciones no se ha dejado esperar. Los argumentos esgrimidos van desde la desintegración familiar, la mezcla racial, el crecimiento de la inmigración, el debilitamiento de los sindicatos o los estereotipos culturales; sin embargo, ninguno ha sido lo suficientemente convincente para validar el caso.
El economista británico Tim Harford propone una interesante tesis: las disparidades educativas causan la desigualdad económica y social. En esos países, por un lado, los estudiantes de nivel básico no salen nada bien evaluados en la prueba PISA; por el otro, es ahí donde se encuentran las universidades mejor “rankeadas” del mundo. La inequidad surge de esta dicotomía contradictoria: las economías ricas más desiguales sobre la faz de la tierra ofrecen una educación mediocre para las masas, pero una educación universitaria de primera para una élite.
Harford no descubre el hilo negro, simplemente comprueba algo que ya sabíamos. Vale la pena insistir en ello: la mejor receta para combatir la desigualdad es la educación de calidad, sobre todo en los niveles básicos. ¡Ahí es donde hay que invertirle!